martes, 16 de febrero de 2021

La muerte de Johnny Pacheco

Por Petrit Baquero*.
 
Evocación del decano de la salsa, el alma de la grandiosa Fania All-Stars, fallecido esta semana. ¿Por qué cuando se muere un grande sentimos que un pedazo de nosotros también?
 
 
Se murió Johnny Pacheco, “el zorro plateado” de la Fania; una figura fundamental que siempre me llamó la atención por su innegable estilo, calidad musical como flautista, sabrosas composiciones, excelentes discos, exitosas presentaciones y numerosos artistas que le siguieron los pasos, al punto de poder decirse, no sin cierto atrevimiento, que fue el creador de lo que se denomina “salsa”, al menos como la conocemos, lo cual le hace ser tremendamente relevante, por lo menos para mí y, obviamente, muchísimos más.

Y no soy exagerado con esto, porque Pacheco fue el fundador y dueño -en compañía de Jerry Masucci, claro- del sello Fania Records, del cual, además, fue el director musical, siendo su álbum “Cañonazo”, catalogado 325 (por ser el 25 de marzo el día de su cumpleaños), el primero de muchos que revolucionarían a la música del Caribe latino.

Fania, como bien se sabe, con un inicio bastante modesto, resultó convirtiéndose en un imperio comercial que grabó discos, produjo conciertos, hizo películas, revistas y libros, y, sobre todo, supo promocionar un imaginario que tal vez ya existía, pero que jamás se habría potenciado de esa manera aludiendo al “barrio” con su rudeza, expresiones urbanas y sabrosura; a un “orgullo latino” -y pilas, afrocaribe-, a un hedonismo que nunca ha desaparecido, y, por supuesto, a una música que nos conectó con muchos lugares y momentos, a través de una expresión y un nombre que algunos han rechazado históricamente, pero que se regó por todas partes: la salsa.

En ese contexto, este dominicano -nacido en Santiago de los Caballeros en 1935- amante de la música cubana y socio de puertorriqueños en Nueva York, supo triunfar como músico y director de orquesta, pero, sobre todo, como un empresario con gran agudeza para organizar, empaquetar, promover y difundir esa música -y ese universo cultural- que nos identifica, junta, convida e inspira. Sin duda, se trató de alguien que tuvo la pasión y visión para hacer sus sueños realidad, y que lo hizo con creces, aunque también, claro, con algunas polémicas.
 
Total, en este proceso, el carismático, teatral, simpático y, sin duda, astuto Juan Pacheco Kiniping “Johnny Pacheco” -también conocido como “el Faisán”, por uno de sus temas más famosos-, supo apostar por Bobby Valentín, Ray Barreto, Larry Harlow y, sobre todo, Willie Colón. De hecho, fue Pacheco el que le dijo a un tímido ponceño llamado Héctor Pérez -y a quien rebautizó como “Héctor Lavoe”- que se juntara con ese trombonista del sur del Bronx a quien -según unos por peleador y según otros por su desafinada manera de tocar- le decían “El Malo”, convirtiéndose en el mejor ejemplo -o, bueno, uno de los mejores- del sonido de la salsa de Nueva York, esa que con dureza, expresiones urbanas y mucho sabor, se regó por todos los barrios populares de gran parte de América Latina, la cual se volvió salsera, así ya lo fuera sin darse cuenta o, por supuesto, teniéndolo muy claro.

Pero también fue el productor de varios artistas de su sello y, por supuesto, de la grandiosa Fania All-Stars, la cual, siguiendo la tradición de otras casas disqueras de la movida afrocaribe en Nueva York y antes en Cuba, juntaba a los mejores -o, al menos, los más conocidos- músicos haciendo discos muy calidosos y presentaciones abarrotadas de personas que cantaban, gozaban, compartían, reían y deliraban con tanta música bacana.

Mejor dicho, si bien sabemos que el nombre “salsa” fue una astuta y exitosa movida comercial para poner en un solo saco a un montón de ritmos, principalmente venidos de Cuba que, además, no tan sutilmente le negaba a la isla -en tiempos de la guerra fría y desde Estados Unidos- la paternidad sobre su propia música, es claro que, con este nombre, hubo patente de corso para juntar al son, la guaracha, el guaguancó, el danzón, el chachachá, la plena, la bomba, el mambo y hasta el merengue (Pacheco era dominicano, pilas), y un poquitico la cumbia (y el rock, y la ranchera, y la música afroamericana, y la música brasilera, y muchas cosas más) para hacer tronco de merequetengue salsómano y hacernos gozar hasta el final.

Y que no se malentienda, porque la salsa es una expresión de la mezcla sonora newyorkina que acogió influencias de todas partes, las cuales, si bien no niegan una base fundamental, tuvo muchas cosas más por ahí y, si no lo creen (y así el sonido de la orquesta de Pacheco emulara al de la Sonora Matancera), oigan un boogaloo, pa´ ver si eso es solo “cuban music”.

En fin, Pacheco fue uno de los grandes, y si bien muchas veces estuvo -deliberadamente- tras bambalinas, su papel jamás se podrá negar, algo que supieron también Celia Cruz, Pete “el Conde” Rodríguez, Héctor Casanova, Tite Curet Alonso, Cheo Feliciano, Ismael Miranda, Papo Lucca y Rubén Blades (y los otros grandes músicos y arreglistas que compartieron con él).

Eso sí, seguro que era jodido, lo cual le sirvió para lidiar con esas estrellas del firmamento salsero, y claro que cerró puertas a aquellos que, por rebeldía, no dar el casting o contar con otras formas de concebir la música, no se acomodaran al estilo que el dominicano quería promover. Con esto, seguro que cometió muchas injusticias. Y obvio que “olvidó”, muy deliberadamente, poner el nombre de los autores de ciertas canciones que se grababan, con lo cual muchos -entre los que están varios cubanos en la isla- no recibieron los derechos de autor que se merecían.

A la fija también que la Fania, al haber comprado a la mayoría de compañías de música “latina”, estandarizó las sonoridades y ayudó a amainar la riqueza musical que la diversidad -étnica, empresarial, cultural- generaba. Y seguro que sabía de las jugadas de Masucci para desconocer regalías o pagar menos de lo que correspondía, una práctica cuestionable, así muchísimos también la hicieran -y la sigan haciendo-, y que, al final, le salió bastante cara.

Pero eso no deja de lado su papel fundamental para crear, promover y difundir, como nunca antes se había hecho, todo un universo cultural que llegó para quedarse, no solo en ciertos lugares, sino en los -nuestros- corazones salseros (¿salsómanos?).

Esto, por supuesto, hace recordar que, cuando mueren los grandes artistas -como pasa con esas figuras que creemos eternas, como el legendario Chick Corea-, sentimos que un poquito de nosotros se va con ellos, pues nos han acompañado (y, claro, lo seguirán haciendo) en muchos momentos de la vida, haciéndola más llevadera y, por supuesto, divertida (yo, por lo menos, me he divertido mucho gracias a Pacheco).

Con esto sobre la mesa, vale recordar lo que dijo alguna vez refiriéndose a su muerte:
"Cuando yo me muera quiero que me pongan en la lápida: Aquí está Johnny Pacheco en contra de su voluntad; pero lo que más alegra mi corazón es que cuando yo no esté mi gente seguirá cantando: ¡¡¡QUE CANTE MI GENTE, QUE CANTE MI GENTE!!! "
 
¡Acuyuyé, Pacheco!
 
 
*Petrit Baquero es músico, melómano, escritor, polítologo e historiador. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La nueva guerra verde (Planeta, 2017).

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