Por: Petrit Baquero
En la fría Bogotá de comienzos de los años noventa del siglo pasado, cuando muchos empezábamos a meternos un poco más en todo ese cuento maravilloso de la música afrocaribe (porque a Bogotá llegó hace mucho tiempo y aquí se quedó), comencé a escuchar en “Galería Café Libro”, tal vez en “Salsa Camará” y seguro que en la casa de un par de amigos de mi papá, algunas sonoridades medianamente extrañas, pero muy sabrosas que, por razones políticas y de un nefasto bloqueo económico, poco llegaban a Colombia o, por lo menos, lo hacían con bastante dificultad.
En la fría Bogotá de comienzos de los años noventa del siglo pasado, cuando muchos empezábamos a meternos un poco más en todo ese cuento maravilloso de la música afrocaribe (porque a Bogotá llegó hace mucho tiempo y aquí se quedó), comencé a escuchar en “Galería Café Libro”, tal vez en “Salsa Camará” y seguro que en la casa de un par de amigos de mi papá, algunas sonoridades medianamente extrañas, pero muy sabrosas que, por razones políticas y de un nefasto bloqueo económico, poco llegaban a Colombia o, por lo menos, lo hacían con bastante dificultad.